Uno de sus discípulos y compañero de
trabajo, escribió las siguientes reflexiones acerca de la personalidad
de este hombre que tanto aportara a la docencia y al conocimiento de la
Historia desde su aula y acompañado de la tiza y el borrador.
El profe Rolo
Virgilio Companioni Albrisa, febrero de 2019.
Virgilio Companioni Albrisa, febrero de 2019.
Febrero siempre nos llega con sus
mensajes de amor y amistad; pero en ocasiones, el destino no hace
travesuras no siempre felices. Me avergüenza confesar que olvidé el día
exacto en que, febreros atrás, el profe Rolo nos dejó para marchar a
la inmortalidad.
Poseo muy bellos recuerdos del profe
Rolando, sobre todo de mi etapa como estudiante. Nos formábamos en aulas
de tablones, donde se confundían las voces de los profesores que
coincidían en el mismo turno desde sus aulas. Sin embargo, en la del
profe Rolo podía escucharse el zumbido de una mosca al pasar. ¡Aulas de
tablones!, ¡y a mucho orgullo! Hoy nos preocupamos tanto por la
infraestructura y nos lamentamos de tal o más cual carencia. Volvamos
la mirada atrás, tan solo unos añitos, a una época en la que importaban
más el amor y la pasión, y menos las estructuras constructivas que nos
rodeaban. Gran parte de los profesores de Historia de esta provincia
crecimos entre aquellas paredes. Y creo no equivocarme cuando, a nombre
de todos, afirmo que fueron años trascendentales en nuestras vidas.
Al profe Rolando muy pocas veces lo vi
con papeles a cuestas; llegaba a su clase, impecablemente vestido,
apenas con borrador y tizas. Por aquel entonces comenzaba el boom
de los papeles y la tecnología; y al profe dos materiales le eran
suficientes para remontarnos a años atrás. Supongo que su “descuido” con
los trámites burocráticos debió traerle uno que otro problema. Con él
te enterabas de todos los chismes de la historia. Disfrutábamos tanto
enterándonos de las aventuras amorosas de Hitler, la desenfrenada vida
sexual de Rasputín, y los descalabros amorosos de la zarina rusa.
No se le escapaba una. A veces lo
provocábamos, y con ánimo de poncharlo, le lanzábamos una recta
durísima. Nos metíamos noches enteras fabricando preguntas o hurgando en
detalles tan insignificantes de la Historia con tan de “cogerlo fuera
de base”. Bateó todo lo que le arrojamos: rectas, curvas, tenedor;
jamás se “ponchó”. Nos asombraba cómo en una sola cabeza pudiera
almacenarse tanta cultura.
Le apasionaba sobremanera el tema de la
Segunda Guerra Mundial. Con él éramos protagonistas en los frentes de
batalla contra el odioso régimen fascista, sentíamos en nuestra piel el
sufrimiento de los prisioneros en los campos de concentración, y nos
indignaban las actitudes de ciertos criminales, que con descarada sangre
fría, decidían el destino de miles de seres humanos.
Su incansable alabanza a la belleza
femenina, y sus grandes dotes para narrar chistes se congeniaban para
ofrecernos sus pintorescos piropos, que lejos de provocar el enojo de
sus bellas colegas de trabajo, provocaban la carcajada colectiva. Y es
que en el profe Rolando se combinaban el humor sano y la caballerosidad.
En ocasiones (muchas) llegaba y nos decía, “¿sobre qué quieren CONVERSAR hoy?”,
y su clase, casi ni clase, se convertía en la mejor de todas.
Discutíamos de todo: política, música, pintura, sexo, cine, literatura,
pelota. Fueron mis mejores debates y reflexiones. Amante del buen cine y
de la música, inculcó en nosotros una cultura de la crítica. Sus turnos
siempre comenzaban con un comentario de los filmes vistos en la semana,
desde el clásico que veíamos en Historia del Cine, hasta el bodrio,
visto en la madrugada del sábado.
A veces me entristece que nuestros
estudiantes, los que ahora formamos como profesionales del área de
Marxismo e Historia no cuenten con la oportunidad de tenerlo como
profesor. El destino intentó separarlo de nosotros, pero no cumplió su
objetivo. El privilegio de haber compartido con él, como estudiante, y
luego como compañero de trabajo, hizo de mí una mejor persona. Gran
parte (casi todo) de lo que soy se lo debo a él, como a otros tantos
profes que hoy son mis compañeros de trabajo.
Por eso, y otras tantas razones, no
puedo, no quiero dejar pasar otro febrero sin recordarlo. Y sin riesgo
alguno de que lo que ahora escribo pueda parecer un “rancio panfleto”,
lo recordaré concibiendo lo mejor que él formó en mí:
IMPARTIR MI MEJOR CLASE DE HISTORIA.